ANTÍFONA  DE OTOÑO PARA M.R.

No se habían desvanecido los ecos de los salmos de autoalabanza entonados por el presidente del Gobierno ante las cámaras de TVE, como inicio de la campaña electoral del 20-D, cuando los independentistas catalanes cambiaron el versículo, la antífona, y los salmos celestiales (incluido el incienso de botafumeiro) tornó en bramido de tormenta: la independencia por  vía exprés.

Tuvo que ser el secretario general del PSOE el que llamara a La Moncloa para que el jefe del Ejecutivo dejara (no sabemos) si su maquiavélica o mentecata parsimonia y apareciera en público para anunciar que hará cumplir las leyes y que «mientras él sea Presidente» la unidad de España está a salvo. Con otro al mando la cosa no puede darse por garantizada. La posibilidad de una declaración unilateral de independencia por parte del Parlamento de Cataluña fue anticipada como posibilidad por Durán i LLeida en una petición de diálogo que fue escuchada por todos menos por el que  debería. El jefe del Ejecutivo y el presidente de la Generalitat son los responsables últimos de un enfrentamiento que parece que ha llegado a un punto de no retorno, donde el diálogo, no querido por ambas partes, parece impracticable.

En una sociedad democrática se supone que las leyes están para cumplirlas y hacerlas cumplir a quien quiera burlarlas. Pero los problemas de la envergadura del desafío secesionista requieren también otros mecanismos que deben emplearse en el campo de la política. El problema, de muy difícil solución, surge cuando un grupo o coalición decide romper con la legalidad existente invocando una «mayoría», que en estos momentos no tiene, y toma una decisión tan grave como optar por la independencia, con un apoyo parlamentario inferior al requerido para el nombramiento del director general de la RTV de Cataluña. Es el anuncio de una «nueva legalidad» que irá emanando de lo que decida el Parlamento catalán, basado en el tantas veces repetido «derecho a decidir». Un derecho matizable al llevarlo a la práctica, por el cómo, el qué y a quién afecta.

La «desconexión democrática» está protagonizada por dos agentes, en apariencia, antagónicos: Junts pel Sí (CDC, ERC y diversas formaciones culturales) y la CUP. Se supone (aunque ya, tal vez, sea mucho suponer) que los primeros representan a la burguesía, con un amplio espectro desde la derecha al centro-izquierda, que asegura que la futura República Catalana seguirá en la UE y en el euro e, incluso, en la OTAN. Por su parte, la Candidatura de Unidad Popular apuesta por la salida de las instituciones europeas y la implantación de su particular versión del «socialismo»: nacionalización de la banca y las principales empresas; un «capitalismo de Estado, muy parecido a la autarquía franquista o a la planificación estalinista. Si coinciden en la creación, en un futuro más o menos lejano, de la «Gran Cataluña», con la inclusión de Valencia, Baleares y territorios de Aragón y sur de Francia.

La independencia vía exprés (utilizando el procedimiento de urgencia parlamentario) es planteada por Junts pel Sí como algo inevitable, ante el desprecio y la negación permanente del gobierno español. Por el contrario, otras versiones apuntan a una huida hacia adelante ante la corrupción sistémica de CDC, iniciada en el tiempos del hasta ahora reverenciado Jordi Pujol. La cúpula de la CUP plantea el proceso independentista casi como una excursión campestre, exenta de riesgos y la corrupción atribuida a sus compañeros de viaje queda superada por el fin último de alcanzar la independencia. Lo que sí parece lógico es que en el supuesto de lograr la secesión, la convivencia entre JpS y la CUP desembocaría en un inevitable enfrentamiento por la hegemonía social del nuevo estado. Tal vez no sería la repetición de las jornadas de mayo de 1937 en Barcelona (el Partido Obrero de Unificación Marxista y grupos anarquistas contra el gobierno de la Generalitat), pero el enfrentamiento sería ineludible.

Por de pronto, la patronal catalana (Fomento del Trabajo) ya ha dado la voz de alarma ante las graves consecuencias de una posible independencia: un estado de nuevo cuño y sus estructuras necesarias no se crean de la noche a la mañana; y menos con decisiones unilaterales y que no van a contar un apoyo internacional apreciable. Se trata del mayor desafío a que ha sido sometida la democracia española y llega en un momento en que hay que recurrir a lentes de aumento para ver el tamaño de los líderes políticos. Las posibilidades de entendimiento y diálogo, aunque sea en el último minuto, parecen cegadas, pues en el enfrentamiento basan sus esperanzas los dos principales responsables: uno para salir de un cerco que puede implicarle en una corrupción generalizada; el otro fía en la «firmeza» la baza electoral que le permita seguir ocupando la presidencia del Gobierno. En cualquier caso, la partida tan solo ha registrado los primeros movimientos. Y de tan torpes jugadores pueden esperarse las decisiones más equivocadas. En cualquier caso hay que esperar. Y sin que la espera sea larga, a ver si los que se quieren desconectar de España presentan sus candidaturas en la cita del 20-D.