¿A quién se le ocurre preguntar qué es el arte contemporáneo? A mí no me mire

Al empezar este oratorio, lo hago con las palabras de Juliane Rebentisch, que afirma que la “expresión arte contemporáneo, a primera vista, se refiere a un estado de cosas más allá de toda determinación histórica, de toda definición conceptual y de todo juicio crítico”. Ahí queda eso para chuparse otra cosa que no sean los dedos.

Y siguiendo con el rogatorio, queda claro que, entre tanto ir y venir de discursos y pensamientos en este mundillo, el fenómeno no se puede reducir ni a las vicisitudes de la forma ni a las del contenido, ni capturar su esencia a fuerza simplemente de señalar ciertos principios formales (Greenberg), ni siquiera considerándole sinónimo de apropiación, cita y simulación de la civilización del espectáculo (posmodernismo).

Por consiguiente, no hay limitación que valga y menos cuando se trata de experiencias que un autor ha de definir en virtud de sus múltiples peripecias vitales y de todo tipo, que le insuflen una motivación a la hora de decantarse, en el ejercicio de su práctica, hacia una modalidad u otras, pero siempre sobre la base de la existencia de una identidad estética, una significación y una formación de  idearios representacionales que arbitren una dinámica de innumerables recorridos entre la materia y el espíritu.     

De cualquier manera, no me ahorro el mencionar a Adorno y su apostilla de que “cualquier experiencia de una obra de arte depende de su ambiente, su función y, literal y figuradamente, su lugar”, que aún sin explicar lo inexplicable, suena a gloria de aguas doctrinales y póstumas.

Gregorio Vigil-Escalera

Miembro de las Asociaciones Internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)