A propósito de Woody Allen
Woody Allen es un hombre de otra época que sigue de pie en este tiempo en que los inquisidores sacan punta al lápiz del resentimiento. Woody no ha filmado El nacimiento de una nación, ni Lo que el viento se llevó, no ha alentado ningún tipo de supremacismo, ni en su celuloide late el odio a lo distinto. Es todo lo contrario que un reaccionario, es una flor de progresía que la progresía ha adorado durante décadas, hasta que hace varios años la aparición de un tsunami llamado Me Too arrasó con todos los fundamentos, buenos y malos, de una era y buscó erigirse en la barra del metro de platino iridiado de la nueva normalidad social. Pero habrá espacio para dilucidar sobre esta materia, vamos a lo importante. Las memorias del señor Allen son un prodigio de gracia narrativa y de desorden estructural. Sin capítulos, sin epígrafes, sin líneas de demarcación, un tocho de 439 páginas, que para los muy viciosos, como yo, podrían ser 934. Vaya por delante que soy un lector tendente a la fatiga, que de cada diez libros no termino más allá de tres o cuatro y que aun los que me gustan estoy deseando acabarlos para empezar otros. Por primera vez en mucho tiempo me he encontrado con un libro que no me apetecía que se terminara. Las memorias de Woody me parecen sinceras, escritas con espontaneidad y con un humor apabullante y natural. Este muchacho con gafas de pasta, feo de alta intensidad, ganaba a los 18 años con sus chistes el triple que sus padres. Aunque por la montura de sus gafas y por su cara tuvo pronto fama de intelectual, le gustaban los billares y jugar al baloncesto más que los libros. Se casó por primera vez antes de los veinte años, por su vida han pasado mujeres espléndidas como Diane Keaton, que continúa siendo su amiga y que le ha hecho una impagable foto de contraportada. Mujeres y películas han sido su eje vital. Ha ganado mucho dinero y eso que no se ha plegado a la industria. Dice, con la boca grande, que le hubiera gustado ser otro, que no ha hecho la película que soñó, aunque tiene media docena que no le disgustan. Pero hubiera cambiado toda su filmografía por la obra de Tennessee Williams o la de Arthur Miller. Entre las grandes actrices con las que ha trabajado cita admirativamente a Mia Farrow. Precisamente sus mejores papeles han sido para actrices, que gracias a sus películas han ganado diversos Oscar. Él mismo obtuvo cuatro estatuillas por Annie Hall, pero no acudió a recogerlas porque ese día, lunes, tocaba el clarinete con su banda de jazz.
Allen interpreta bien nuestro tiempo, aunque el suyo, al menos mecánicamente, resulta muy lejano: “No me gustan los aparatitos. No tengo relojes, no poseo cámaras ni grabadoras y aún hoy necesito que mi esposa configure el televisor. No tengo ningún ordenador, nunca he cambiado una bombilla ni he mandado ningún correo electrónico”. Y vamos con el Me Too. Aplaudo y celebro que este feminismo de nueva planta haya sido decisivo a la hora de quitar de la circulación a especímenes como Harvey Weinstein o ese depredador sexual de niñas llamado Jeffrey Epstein, amamantado a la sombra del poder, y encubierto por significados varones del mundo, que terminó ahorcándose en la cárcel. Pero es que eso nada tiene que ver con el affaire Allen/Mia Farrow,
que viene de 1992. En agosto de ese año, la hija adoptiva de Mia, Soon-Yo, se fue a vivir con Allen, de quien es pareja desde entonces. La guerra entre ambos llenó cientos de páginas en los periódicos de todo el mundo, siendo lo realmente grave del asunto las acusaciones de que Allen había abusado sexualmente de Dylan, hija adoptiva de ambos. Por dos veces el asunto fue a los tribunales y en ambas se cerró por falta de pruebas, tras numerosos análisis previos. En sus memorias trata de manera prolija el asunto y culpa a Mia de haber organizado todo el affaire. A mí me resulta convincente, pero en todo caso no se puede condenar a nadie sin pruebas, por muy noble que sea la causa que sustenta la acusación. Lo siento, pero no creo en esa nueva ley física de acuerdo con la cual “la mujer siempre tiene razón”. (Allen). Lo cierto es que este es un tema que se arrastra desde hace más de tres décadas y que hasta hace un par de años no ha avivado a los cazadores de brujas. Tengo amigas que lo adoraban y que ahora lo miran con asco, y eso que conocían sobradamente las acusaciones de Mia Farrow, pero no habían caído en la gravedad de la cuestión hasta que vino el Me Too a abrirles los ojos. En fin, sonó la hora de derribar estatuas, la de Allen de Oviedo sigue en pie. La inmaterial de su cine no hay genio del macartismo que la pueda arrancar de nuestro corazón.
Publicado en