A mí no me copies mis experimentos

En pleno arte contemporáneo la investigación y experimentación están a la orden del día, es más, son inherentes al mismo en todos sus aspectos. Lo cual no implica la existencia del riesgo de que se antepongan sobre el ejercicio auténtico del hacer artístico y de su culminación en la obra de arte, desembocando en clamorosos fiascos. Especialmente cuando eran meras copias técnicas simuladas y disfrazadas de lo que ya estaba hecho.

Los ejemplos, en el contexto de este campo de posibilidades, son innumerables, desde el uso de los medios más embrionarios y rudimentarios hasta los que conjugan los avances de la civilización actual, como son los mecanismos y complejos tecnológicos, informáticos, digitales y materiales, más toda clase de objetos, entre los cuales hay basuras, desperdicios y cuerpos humanos y animales.

Pero aunque ahora esta práctica es lo habitual y lo que se compadece supuestamente con la sociedad del presente y sus hábitos perceptivos (miento como un bellaco) –sin incurrir en la exclusividad-, muy anteriormente ya se hacían exploraciones con los utensilios que ofrecía su época y que estaban a su alcance. Y también se copiaba y se disimulaba.

Aunque el óleo antiguamente acabó siendo el protagonista de toda representación pictórica, hubo otros elementos que hacían de complemento, suplemento o acompañamiento, inclusive de sustitución. Entre ellos la cera, la trementina, el huevo, la resina, el aceite, el barniz, la cola, el esmalte y unos cuantos pigmentos más.

En este sentido es ilustrativo el caso obsesivo del inglés Joshua Reynolds (1723-1792), que llegó (muy relamido y húmedo él) a rallar y raer lienzos de sus propios Tizianos y Rubens, y hasta llegar a destruir un Watteau, para buscar sus secretos, ya sea en forma de mezclas, sustancias, tintes y artificios técnicos empleados por ellos.

Sin embargo, multitud de estos ensayos que quedaron plasmados en cuadros se decoloraron, agrietaron, o peor, se fracturaron,  arrugaron y al final se esfumaron. Así es como pasó a la posteridad la famosa anécdota del conde de Drogheda, que después de treinta años de no ver su retrato de juventud pintado por el artista, al encontrárselo de nuevo declaró que tenía más póstulas y arrugas que él mismo, lo que no deja de ser, de todas las maneras, un portentoso fenómeno que nunca ha vuelto a suceder. Una sincronía impensable con sus buenas dosis de sarcasmo. Claro que es evidente que esa no era la intención del “sublime” Reynolds.

Gregorio Vigil-Escalera

Miembro de las Asociaciones Internacional y Española  de Críticos de Arte (AICA/AECA)