25 AÑOS DESPUÉS DE LA CAIDA DEL MURO

La polvareda que levantan los casos de corrupción, el ascenso irresistible de Podemos, la caída en picado de los partidos tradicionales, la crisis de Cataluña, las peripecias del «pequeño Nicolás», o la inminente entrada en la cárcel de la Pantoja, está haciendo que no escuchemos los aldabonazos que da en nuestra puerta el cartero de la Historia, para recordarnos que un 9 de noviembre de hace 25 años caía el muro de Berlín y con él una sociedad de cartón-piedra que, una vez comprobada la inoperancia de los aparatos represivos del Estado, se vino abajo ante los impulsos de una ciudadanía dispuesta a recuperar su protagonismo en la sociedad.

Curiosamente, el derrumbe de los regímenes del «socialismo real»―incluido el patrocinador, la URSS― se produjo sin violencia y con escasa resistencia en la transición de un poder a otro. Lo que sí se registró fue una rotunda unanimidad en extender el certificado de defunción hacia un sistema económico (la planificación «marxista») y su plasmación política («el comunismo»). Algún profeta mediático (Francis Fukuyama) avanzó el final de la Historia y un nuevo orden mundial (perfecto), regido por el capitalismo triunfante. Pero como las profecías suelen tener un amplio margen de error, el «final de la Historia» no deparó un mundo en perfecta armonía, regido por un sistema―el capitalismo, el único posible― que alcanzaría el equilibrio socioeconómico para todos. La realidad ha devenido bien distinta: liberado del contrapeso «socialista», el capitalismo posindustrial dio paso al capitalismo financiero, una mutación entre sadismo y nihilismo de efectos devastadores.  Wall Street y la City son las nuevas moradas del siquiátrico de Charenton donde el inquietante marqués de Sade ponía en escena sus disparatadas obras, interpretadas por sus compañeros de manicomio, para diversión de las élites parisinas. Ya no se representa «Persecución y asesinato de Juan Pablo Marat»; ahora el drama tiene como protagonistas a fondos buitres, especuladores de deuda pública, vendedores de productos ficticios, tiburones de divisas y todo tipo de agentes con la capacidad para provocar la ruina de un país con unas pocas operaciones realizadas a golpe de clik. En 2008, con la caída de la banca norteamericana, iniciada con la quiebra de Lehman Brothers, el capitalismo financiero entró en parada cardiorespiratoria. La reanimación corrió a cargo del erario público (el dinero de los contribuyentes), contraviniendo todas las leyes sagradas del liberalismo, partidario de la libre competencia y de la no intervención del Estado. La salvación de los culpables del desastre ha provocado un holocausto económico, con millones de muertos civiles que nunca recuperarán su trabajo perdido. Por si no fuera suficiente, aumentan las desigualdades sociales y, para mayor abundamiento, las propuestas de recuperación emitidas por los que provocaron el desastre o no supieron verlo a tiempo, se mueven entre la obscenidad y la provocación: descenso de salarios y recortes brutales en Educación, Sanidad y prestaciones sociales, entre otras medidas para dar por fenecido al Estado de Bienestar. El todo poderoso MERCADO, en la versión más enloquecida del marqués de Sade, quiere imponer a toda costa la máxima del beneficio, dejando el papel de meros comparsas a los gobiernos (democráticos o no), con independencia de la ruina que se cause ―la propia ONU advierte del riesgo de supervivencia que comporta el actual sistema productivo, con su alteración climática―.

Se ha dicho muchas veces que la realidad es tozuda; a veces, también es irónica: después de leer y escuchar millones de descalificaciones del llamado sistema «comunista», por inviable y absurdo, resulta que un país que se denomina así mismo «comunista» es la potencia económica mayor y más saneada del mundo en estos momentos y no es otro que China. Aunque habrá que admitir que la sociedad «comunista» que perfilaron K. Marx  y F. Engels se parece al «comunismo» chino como los sermones de Jesucristo a los de Rouco Varela.